domingo, 21 de octubre de 2007

Pasar unos días postrado en una cama es una experiencia perturbadora. Más aún si se está en una clínica, con ese hedor nauseabundo que caracteriza sus pasillos, ese olor a muerte que se abre paso hasta la hipófisis, ese olor a sufrimiento animal. Todo, absolutamente todo se va impregnando de esa penetrante pestilencia: las sábanas, la comida, las manos... El cuerpo se hostiga de mantener todo el tiempo una misma posición que no es posible abandonar. No se hace difícil imaginar escaras, tan ajenas a la piel de un cuerpo joven. La autonomía e intimidad se pierden por completo, y junto a ellas, se extingue la luminosa sensualidad de los cuerpos. Todo se funde en un hastío parmenidiano. Al mirar el ventanal se comprende la razón de su escasa apertura...

Entonces, es imposible no pensar en quienes deben pasar el resto de sus días en una condición similar, esperando por algo que acabe de manera fulminante con su agonía. Pero siempre estarán aquellos, que no distinguen entre vivir y vivir bien. Son ellos quienes sentencian que toda vida merece ser vivida, cuando no toda vida es digna de ese nombre.